
En un texto muy conocido en el mundo de la crítica literaria y sus alrededores Borges señala que en el Corán no se mencionan camellos y que tal ausencia no habilita a cuestionar su autenticidad árabe, de hecho, dice él, ese dato corrobora hasta que punto un texto no necesita abundar en referencias locales para certificar su procedencia. Refiere el texto por interpósita persona, la Historia del Imperio Romano de Gibbons o algo así. La cita es clave en su argumentación dado que con ella quiere señalar lo artificial de aquellos que para afirmar su fidelidad con la tierra-cultura originaria despliegan imágenes, modismos, rasgos que hacen a lo "típico", "característico". Él propone que nuestra esencia es más bien cosmopolita, diversa; lograremos autenticidad si asumimos que nuestra identidad cultural es universalista, inmigratoria, surgida de una compleja agregación de influencias provenientes de múltiples latitudes. Hasta aquí el argumento edificado sobre una cita contundente y reveladora.
Hete aquí que un escritor se tomo el trabajo de leer no la obra de Gibbons sino el mismo Corán. Encontró en él no menos de veinte veces la palabra camello.
Quizás sea cierto que nuestra autenticidad tenga una falla de origen, pero no menos cierto es que la aspiración a la universalidad no es tanto una marca identitaria de nuestra cultura como patria, nación o como se le quiera llamar sino más bien una obsesión de cierta capa de intelectuales y artistas que tienden a percibir nuestros contextos, nuestras propias experiencias como desvirtuadas, devaluadas, insustanciales y fatalmente desnaturalizadas. A esta altura lamento esa incapacidad para apropiarse y sumergirse en nuestra propia y auténtica dramaticidad.