Dudo mucho en escribir estas líneas. Entre frase y frase me detengo un buen rato. Soy de los que piensan que hay cosas, por más acertadas que sean no deben ser dichas. Que se yo, un poco siguiendo eso de que no se puede hablar de todo. Sin embargo sigo escribiendo. Me quiero referir con asombro, ese asombro que alguna vez escuché decir, era el que habitaba en la mirada del universo que tenían los antiguos griegos, a un milagro cotidiano. El que se produce cada vez que nos dormimos, cada vez que nuestra conciencia se suspende por un rato. Lo pienso y me parece increíble. Ante el hambre, las penurias, la pobreza de cada vez más hermanos; ante las formas tan ominosas de la banalidad y la insensibilidad, ante la hipocrecía escandalosa, el cinismo cruel, los cataclismos medioambientales, la violencia y la injusticia, la codicia y su expansión pandémica, ante todo esto (de lo que dudaba en hablar), a lo que cada uno podrá sumar una lista aún mayor de personales padecimientos; aún así, conservamos la capacidad, auxilidada de diversas y muchas veces tóxicas maneras, de suspender la vigilia y ausentarnos de este mundo bajo la forma del sueño que a veces con sobrados motivos deriva en pesadillas y otras en escenas líricas, fantásticas, paradójicas o encantadoras.
Se conocen varios estudios sobre la actualidad del milagro del sueño, se sabe también que cada vez cuesta más propiciarlo (razones para tal dificultad como vimos no falta). Este hábito de cerrar los ojos y quedarnos quietos dejando que la parte más libre de nosotros invente algunas secuencias intimas, me parece, se trata de las cosas más sanas que aún hacemos.
No tengo los suficientes elementos para argumentarlo, pero intuyo que el espacio de libertad que aún posee el sueño deberá ser defendido en uno de los posibles futuros que se dibujan en el horizonte.
lunes, 9 de julio de 2018
lunes, 2 de julio de 2018
Escena íntima
1 de julio. 1974. Quiero recuperar un instante; el que ocurrió en la tarde de ese mismo día cuando mi padre vino a buscarnos a mi hermano y a mí a la escuela. Yo ya sabía de la muerte. Lo había escuchado de mi maestra de 5º grado que celebraba ante nosotros, sus alumnos: "bue, listo, al fin se murió". Ya me había acongojado (con diez años ya era peronista) y casi agarrado a piñas con un compañero que amagó burlarse.
Ya había pasado todo eso y alguien entró al grado avisando que me habían venido a buscar. Junté mis cosas y salí del aula. Todo eso lo recuerdo muy bien pero lo que hoy evoco con emoción ocurrió inmediatamente después.
La escuela tenía, supongo que lo sigue teniendo, un estilo de edificio público bastante típico de las primeras décadas del S XX. Las aulas se distribuían en dos pisos que se conectaban al principio por una escalera amplia. El aula de 5º grado turno tarde se ubicaba en el piso de arriba. Fue bajando esos escalones blancos que encontré la angustiada presencia de mi padre esperándome. Mientras descendía observaba su esfuerzo, creo que infructuoso, por no llorar. Es un recuerdo que ya no se borrará nunca más de mi memoria. Creo que hoy le agrego una comprensión mayor que la que tuve antes. Entiendo el dolor de un padre que ve a sus hijos, a sus guardapolvos blancos, descendiendo al mundo que ya no tiene al líder popular entre los vivos. Entiendo la congoja, el desasosiego, la pena.
Ese día, que muchos festejaron - como mi maestra (Moore de apellido, que querés) -, estuvo también plagado de escenas íntimas, casi pudorosas, de dolor y congoja como la que vivió mi padre y de la que no fui ajeno. Quizás sirva de algo evocarla, compartirla. Al fin y al cabo mucho de la experiencia colectiva se forja entre la memoria y el olvido.
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