
La cuestión: ¿Qué hago? ¿me incumbe? ¿Es problema mío que probablemente sus articulaciones y algunos de sus músculos se resientan e inclusive se lesionen? ¿No es un acto de mezquindad insalvable quedarme con una información fehaciente que atañe directamente a su salud? Por el contrario, ¿qué derecho tengo a inmiscuirme en su soberana decisión de correr con el calzado que le venga en gana? ¿porqué meterme en su momento de ejercicio que en general supone un tiempo esencialmente personal, una práctica de soledad saludable?
Las conjeturas: Sigo mi marcha en silencio. Supero el momento, olvido el golpeteo de las suelas, al muchacho, la mañana, las tendinitis, pero en mi interior retumban y se ramifican preguntas. Cuánto nos preocupan los problemas de los demás, cuánto derecho tenemos a intervenir en pesares ajenos, cuáles son los medios por los cuales podemos identificar y aseverar con certeza que aquello que diagnosticamos es efectivamente lo que el otro está padeciendo y por lo tanto que lo que proponemos es adecuado para el otro.
Pienso que por más virtuosa que pueda sonar la preocupación, la motivación; de todos modos deriva más veces de las que uno quisiera en sometimientos, abusos, opresiones. En algún momento de esta minúscula cadena de percepciones, emociones, razonamientos y procedimientos una o varias cosas se desalinean, desajustan, tergiversan, confunden.
Para cerrar: Una circunstancia trivial, de notoria intrascendencia me permite pensar la relación entre la sensibilidad, la capacidad de sufrir lo que le pasa al otro, empatía creo que es, y el accionar sobre lo ajeno. Me parece que son preguntas de hondura política, medio vanidosamente intuyo que son de las que tramitan cuestiones primordiales, iniciales, originarias de la legitimidad del poder.