Tuve que podar unas voluminosas ramas de uno de los árboles que habitan el patio. Esa mutilación que propinamos en los bellos e inmóviles seres vegetales en pos de beneficios humanos. Se ocuparon de la tarea dos aguerridos laburantes paraguayos que conozco hace tiempo. Oficié de meritorio diríamos. Entre los tres lidiamos con ramas macizas que tuvimos que ir talando con sumo cuidado evitando que se desmoronen contra techos, cableados, cañerías y otros dispositivos humanos.
En un alto comimos sopa paraguaya, una amiga cocinera me obsequió con el ansia de conocer el veredicto de expertos consumidores de esa receta. Mientras ellos aprobaban con gusto y desconfianza el convite ("esto lo hizo una argentina?") me detuve un instante en uno de los fragmentos a los que íbamos reduciendo las pesadas ramas. Sobrevino un arrebato cuasi poético, quizás desubicado pero honesto. Comenté sobre la nobleza de ese pesado tronco, su esencia natural, su densidad contundente hecha de tiempo y muy pocas cosas más. Miré el árbol, lo imaginé como una maquinaria incansable, serena, austera y prolífica. Me maravillé con la simpleza y materialidad de la madera.
Hace poco escuché a un poeta hablar de los antiguos y su relación con el mundo. Decía que ellos, a diferencia de nosotros los modernos, no desconfiaban de lo que los rodeaba, es decir que no los constituía la duda, la interrogación a la que somete un sujeto cualquier objeto, sino el asombro, la sorpresa. Una forma de vincularse con las cosas en tanto parte y no fuera de ellas. El árbol me permitió ensayar una actitud antigua.
2 comentarios:
Me encantó.
Gracias querido, me animás, posta.
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